martes, 21 de febrero de 2012

El increíble verano mutante

Uno de los sucesos que me traen de cabeza en los últimos tiempos se refiere a la increíble transformación que sufren muchos padres en un período determinado y muy concreto de la existencia de sus hijos.

Si alguien me está leyendo pensará sorprendido: te estás equivocando, te refieres en esta entrada del blog a la transformación de los niños en adolescentes que acontece a cierta edad. Noooooo!! Esa evolución, ese cambio hacia la adolescencia es completamente natural, previsible y espontáneo, y su duración se alarga en el tiempo entre los 11 y los 15 años, dependiendo de los casos. Ese tema está más que estudiado.

A mí lo que de verdad me tiene intrigado es la mutación que sufren sus padres. 

Al parecer para la mayoría de los padres sus hijos sufren una extraña metamorfosis en los meses de julio y agosto de un verano en concreto, del que transcurre entre la finalización de la enseñanza primaria y el comienzo de la secundaria, entre la salida del colegio y la entrada al instituto, 10 semanas después.

Esos niños que tienen entre 12 y 13 años y que hasta el momento han acudido a la escuela acompañados de sus padres o familiares, y que dejan de pronto de necesitar atención. Es más, aunque la madre salga de casa a la misma hora, aunque el camino del instituto le coja de paso, nunca, jamás deberá ser vista caminando al lado de su hijo. Incluso dando un pequeño rodeo, si fuese necesario, para que nadie, o sea los compañeros del niño, la vean a su lado.

Padres que durante primaria participaban hasta en los campeonatos de futbito, misteriosamente dejan de aparecer por ese nuevo centro educativo, y no conocen a sus profesores, no conocen a los amigos de los que se rodea su hijo, no conocen a nadie...


Niños a los que se les restringía el uso de internet, a partir de dicho verano gozan de via libre para navegar, chatear, entrar en redes sociales, colgar fotos privadas sacadas ante el espejo del baño...

Hijos que se pasaban en junio todas las tardes en casa, consiguen ese mismo septiembre tener carta blanca para estar durante horas en la calle, sin tener que dar explicaciones de adonde van, con quien, ni cúal es la hora a la que deben regresar.

Niñas que unos meses antes debían de salir hacia el colegio abrigadas como si fuesen a explorar el Polo Norte, ese mismo otoño pueden acudir al instituto en camiseta de tirantes y microshorts aunque el termometro ronde los 10·C.


¿La causa de tan tremenda transformación? Pues muy sencillo. Se creen esos padres, nos creemos, que eliminando de un plumazo costumbres adquiridas, hábitos, normas y límites, nuestros hijos entrarán con buen pie, caerán estupendamente, serán perfectos colegas de los alumnos más indisciplinados e indomables. Precisamente después de haber dedicado todo nuestro esfuerzo durante toda su larga infancia para que, llegado este momento, nunca se parecieran a ellos.

miércoles, 15 de febrero de 2012

Equilibrio imperfecto

Partimos de la base de que la felicidad es un término completamente abstracto, y que muy pocas personas podrían definir con exactitud. Y también de cierto aire perfeccionista que desde siempre me ha acompañado. Sea por lo que sea, hay algo de mí mismo que me irrita profundamente y de lo que hace un tiempo me hice el firme propósito de empeñarme en vencer: esa cierta infelicidad que parece siempre acompañarme.

Y es que es prácticamente imposible que todo, absolutamente todo a mi alrededor fluya con apacible armonía, con equilibrio perfecto.

Porque siempre, en todo momento, habrá alguien cercano, alguien a mi alrededor que estará atravesando un mal momento, o que sufra de alguna dolencia, o con ciertas dificultades económicas... Y claro, todas esas cosas acaban por preocuparme, y por consiguiente acarreandome esas dosis de inevitable infelicidad. 

Pero es que lo contrario es imposible, es irreal, nunca sucederá. Por lo tanto, quizá sea preferible ser plenamente consciente de ello e intentar disfrutar el momento tal y como viene, vivir el día con la mejor sonrisa, y desear, y ayudar en la medida de lo posible, a que esos problemas de la gente que me importa se vayan poco a poco solucionando.

E intentar ser feliz.

Luego, por si aún resultara poco, está también la extraña sensación de estar bien cuando el ambiente social a tu alrededor sólo te transmite pesimismo. Cuando ves demasiados dramas cotidianos, demasiados conciudadanos pasando apuros, obligados a abandonar sus casas por imperativo bancario, demasiados sin techo durmiendo en un banco del parque, demasiadas familias que han de acudir a ayudas y comedores sociales tocados de lleno por una crisis que no distingue necesidades ni personas.

Eso también pesa como una losa. Aunque perciba que ese tema, por desgracia, muchos lo saben llevar mejor que yo.