Cuenta la leyenda, que allá en el origen de los tiempos un malvado dragón tenía atemorizados a los habitantes del reino. Para calmar la furia de aquella bestia le era cada día entregado un ciudadano para que fuese devorado, hasta que le tocó a la hija del rey. En el momento en que íba a ser engullida por el animal acudió un valeroso guerrero, montado sobre un hermoso caballo blanco, que mató al instante al dragón clavandole su lanza en el pecho. De la sangre que manaba, dicen, nació un rosal, y el caballero obsequió con una de aquellas rosas a la preciosa dama...
El 23 de abril es una de las festividades más bonitas y alegres de mi tierra, Catalunya. Un día en que se mezcla cultura y tradición. En que las calles de pueblos y ciudades se llenan del color de las portadas de infinidad de libros expuestos, y el frescor y el perfume de millones de rosas engalanan las calles y rincones de cualquier lugar. Un día de primavera, paseos al sol, y enamorados que se regalan rosas y libros. Una jornada que nos hace sentir orgullosos a todos los catalanes.
En definitiva, una fecha que bien merecería ser considerada como la fiesta nacional de mi país, pero que décadas atrás fue arrinconada a un segundo plano para potenciar otra fecha y otros valores.
A comienzos de la década de los 80, restablecida la democracia y recuperadas instituciones perdidas, se comenzó a configurar nuestro futuro inmediato. Se escogieron símbolos y se sentaron las bases de lo que sería nuestro país.
Pero sorprendentemente las autoridades que ocupaban el Palau de la Generalitat por entonces no eligieron Sant Jordi como el día grande a celebrar, sino que se prefirió buscar en los anales de la historia un momento fatídico, sangriento y humillante de nuestra historia. El 11 de septiembre de 1714, tras una cruenta guerra y un asedio a la ciudad de Barcelona, las tropas de Felipe V tomaban la ciudad y todas las instituciones propias eran abolidas. Fue la Guerra de Sucesión (que no de secesión como algunos deliberadamente suelen confundir), y Catalunya tuvo la mala fortuna de alinearse con el bando que resultó perdedor. Y no es que el borbón tuviese un odio premeditado y ancestral contra los catalanes (como a menudo parece insinuarse desde círculos soberanistas) sino que infringió un desproporcionado castigo a una región que se le había enfrentado, mientras otras que tuvo a su favor, como Navarra, siguieron disfrutando de sus antiguos fueros y prebendas históricas.
Creo que no existe en el mundo otro lugar en el que se celebre por todo lo alto una triste derrota. Pero aquí se escogió esa fecha a propósito. En lugar del colorido y la alegría del 23 de abril, se optó por encumbrar como símbolo nacional el dolor, la guerra, el resentimiento y el odio. Un odio y un victimismo que serían piezas fundamentales para el largo recorrido hacia la división que ya hace 30 años algunos eligieron para nuestro futuro, para hoy mismo.
Y llegado este día, estas cosas va bien recordarlas, tenerlas presentes todos, incluidas jovencitas videoblogeras andaluzas, para colocar cada cosa y a cada uno en el lugar que le corresponde. Y para tener muy claro que al final, por culpa de las tendenciosas doctrinas políticas de ciertos personajes, el valeroso caballero Sant Jordi fue en realidad derrotado, no por el malvado dragón, sino por Rafael de Casanovas.