martes, 4 de agosto de 2015

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Hace unas horas que amaneció. Y como cada mañana comienzo un nuevo día cargado de optimismo, ilusión y ganas de sacarle partido a las próximas 24 horas que tengo por delante.

Lo primero que hago es subir la persiana de mi ventana, y mi primera imagen diaria corresponde a una enseña estelada que mi vecino tiene colgada en su fachada por los años de los años, fija ahí, a pocos metros de mi casa. Alguna vez he pensado poner yo también una tela que refleje mis aspiraciones políticas, mi forma de pensar. Pero al instante desisto. En primer lugar porque reconozco que nunca he sido amante de los trapos de colores, y en segundo lugar porque, como suele pasar, lo que en su caso es considerado un acto de libertad de expresión, haciendo yo exactamente lo mismo seria tildado de provocación. Y en los valores de libertad, justicia social e igualdad que refleja la ultima banda morada de mi enseña, muchos como mi vecino solo serían capaces de ver extraños aguiluchos trasnochados. 

Enciendo el televisor mientras disfruto del café de mi desayuno matutino. En la cadena de televisión pública de mi pequeño país un sonriente presentador desgrana una inacabable sucesión de actos y declaraciones de independencia. Para luego proseguir un curioso debate en el que, día tras día y tertuliano tras tertuliano, siempre se habla del mismo tema, y en donde todos los presentes están completamente de acuerdo hasta en los mas pequeños matices, sin discusión alguna. 


Salgo de casa para coger el coche, puesto que debo hacer unas gestiones en un pueblo cercano. Nada mas llegar, en la primera rotonda, en un imponente mástil pagado para la ocasión con el dinero de todos, ondea una bandera estelada. Al principio me resultaba sorprendente este uso partidista de un espacio publico, ahora ya ni me fijo. Se da el caso que algún partido de izquierdas a quien alguna vez he votado y que no se declara proclive a una hipotética independencia ha consentido en ese ayuntamiento, por puro oportunismo o triste sumisión, que ese emblema se coloque ahí en lugar de la bandera común que nos representa a todos los ciudadanos.



Ya de vuelta en casa, con toda la familia reunida en la mesa, todos comentamos nuestras andanzas. Mi hijo una vez mas nos explica el discurrir de la mañana en su instituto, poniéndonos al corriente de la particular visión histórica que se les explica en la clase, en donde el profesor siempre intenta, en la única lengua lectiva oficial de uso en las aulas, transmitir una sensación de continuo enfrentamiento entre España y Catalunya. Así el tema de hoy, una guerra civil en donde una ideología totalitaria y fascista aniquila a todo aquel que piense diferente en cualquier región de la península, se presenta como una agresión premeditada y dirigida por buena parte del país contra la lengua y las instituciones catalanas.



Llegada la tarde acudimos al pabellón de nuestro equipo deportivo favorito, puesto que hoy toca partido de liga. Animamos y apoyamos con entusiasmo a nuestros jugadores, hasta que llegado el minuto de juego 17:14 un sector de la grada comienza a corear consignas políticas a favor de la independencia. No nos representan a todos los aficionados, son solo una parte, aunque gritan mucho. El resto preferimos permanecer callados, no por nada, sino porque de hacer lo mismo que están haciendo ellos pero en sentido contrario el ambiente deportivo podría derivar hacia una espiral de odios y reproches, en una peligrosa chispa de enfrentamiento verbal o incluso de violencia física entre aficionados del mismo equipo.

Y así acaba un día mas, de vuelta a casa con algunos proyectos y propósitos destinados para la jornada siguiente, en la que el discurrir de las horas irán por un camino practicamente idéntico al de hoy, para mi y para buena parte de esta sociedad.